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Onorio Ferrero, los alumnos y el dejar aprender como labor

de alguien que nunca será "maestro" ni piensa  morir en ese intento

Publicado: 2015-07-04


Onorio Ferrero, mi abuelo, fue mi primer “maestro”.

No se equivoque. No es que Onorio (a quien aún “cuesta imaginárselo callado”, como evocó alguna vez Luis Jaime Cisneros) me haya revelado algo a través de un sermón memorable. Llegaba a casa demasiado cansado para ello y, él lo sabía bien, tal vez no le habría hecho caso. Pero el viejo fue una de las primeras personas en conocer el destino que había elegido para lo que imaginaba como “mi vida”. Escritor, debo haberle dicho en algún momento. Jamás me advirtió que eso sería duro o que, incluso antes del fin de la utopía, que una vocación así representaba un despropósito para alguien que se proyectaba a una jubilación temprana (una de mis primeras fantasías) con vacaciones en alguna isla caribeña.

El viejo no dijo nada sobre eso y sin embargo cada vez que me detengo y lo recuerdo, tal vez hablando con esa forma tan particular (como buena parte de los inmigrantes europeos), o tal vez y simplemente “ido” (en un cover del viaje del “solo hacia el solo”) ocurre un fade, previo a la disolvencia que da paso a la siguiente escena. La imagen de Onorio se transforma en la de una máquina de escribir (de color gris metálico, modelo Grazia –curiosamente igual que mi tía- otro ser fundamental en mi formación) Yo tengo 11, a lo mucho 13 años. Estoy frente a esa máquina. Escribo, ¿qué? La conferencia que Onorio dará esa noche o la semana entrante. El artículo que Onorio publicará o quizá algo que no tendría ninguna utilidad, salvo la de obligarme a escribir.

El viejo no dijo nada y sin embargo me hizo conocer la música del oficio que realizaría. La acción física que implicaba. El dolor y la molestia que traían consigo. Escribir no era algo plácido. Pero, como diría Arrupe, me enamoró hasta dejarlo todo. Y me volvería a ocurrir, estoy seguro.

Onorio me enseñó que la escritura trascendía el quehacer de la mera ensoñación romántica. Era chamba. 

Recuerdo esto ahora e inmediatamente se me viene a la mente mi primer trabajo: profesor. Sí, como el viejo.

Yo tenía 21 años. Mis alumnas en ese prestigioso instituto de diseño, apenas unos años menos. 16, 17, tal vez. Aún estoy en contacto con ellas. Sí, 19 años después.

En aquellos tiempos en que ser era creer,

la Verdad era el súmmum de muchos creíbles,

más previa, más perpetua, que un león con alas de murciélago,

un perro con cola de pez o un pez con cabeza de águila,

en absoluto como los mortales, en tela de juicio por sus muertes.

Si algo realmente me acompañaba fueron estas líneas de Auden. Constituían para mí un mantra, las recitaba. Por ello se me hace confuso el momento en que dejé de ser el profesor de ellas (“el problema es que somos demasiado amigos”, les dije alguna vez) para enseñar en un instituto de comunicaciones.

No había pasado mucho tiempo, ¿tres años tal vez? y sin embargo aún no me respaldaba la edad para que ellos, los nuevos alumnos, me dijeran “profesor” o me trataran de “usted”.

Si alguna vez medió algún compromiso con ellos fue a través de un solo vínculo: cómplices. El aprender era su consecuencia. Y eso creo aún lo recuerdan Alan Brain, Juanma Calderón, Fermín Tanguis, José Antonio Galloso, Sergio Galliani o Giovanni Ciccia, solo por citar algunos de los alumnos de ese lugar. Y el vínculo fue de tal magnitud que cuando alguno de los que “educaba” era señalado (algo recurrente) y peligraba su continuidad “pongo mi cargo a su disposición, señores”. No me arrepiento.

Desde aquel entonces la educación para mí era el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y jóvenes, sería inevitable. Claro, es fácil seguir a Arendt cuando no hay nada que perder. Y no hay nada que perder cuando se es joven y otra chamba te espera a la vuelta de la esquina. Una que no sea “enseñar”.

Enseñar no, mejor: dejar aprender.

Han tenido que pasar décadas para comprender la labor del maestro como la de alguien que produce a menudo la impresión de que propiamente no se aprende nada de él, si por aprender se entiende nada más que la obtención de conocimientos útiles. Y en este devenir, lo olvidaba en más de una ocasión mis alumnos fueron compañeros de trabajo y proyectos, algunos aún lo son. ¿25 años después? Tal vez más.

Vuelve a mi mente el sonido de la máquina de escribir. La música del “otro oficio”, este. Pero hoy, cuando (solo algunos) me tratan de usted –incluso ayer Sergio Pacheco me dijo “abuelo”, Pachec, bájale 1 punto- no hay diferencia.

Escribir y enseñar son actos de resistencia frente a los modelos dominantes. Son actos creadores que nos transforman al librarnos de nosotros mismos. Los dos son oficios surgidos del arte de forjar encuentros. 

No son labores destinadas a  ganarse un sueldo. Insisto: a resistir, ¿qué? La imposición, el ego, la producción en serie, la tentación del dominio. Y vuelvo a Onorio y a mi infancia ante esa máquina de escribir, a  enseñar no, a dejar aprender para renovar un “mundo común”.  

¿Dije u oí esto antes? No lo sé. Hay tantas palabras, y uno dice y escucha tantas…

Si ocurrió solo pudo ser en alguna conversación con Constantino. El “rey rojo” tenía razón: "...los maestros fracasan porque no aman a sus alumnos, no en el fondo callado de sus almas. Y el oficio desgasta y cansa como ningún otro porque alma y cuerpo se entregan sin tregua al cuidado atento del prójimo, a la generosidad multiplicada, al combate gigantesco con uno mismo para entregar siempre lo mejor."

Recuerdo todo esto porque ayer celebramos el Día del Maestro (palabra que me produce una alergia similar que la de “poeta”) y pese a que han transcurrido décadas desde los primeros años, ayer oí decir a varios, leí, como hace mucho, “¿para qué te voy a saludar? ¿Acaso es el Día del Amigo?”

Da igual. No respondo.

Los dejo aprender.

Ese es el oficio.

Una aventura singular y permanente.


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